18 noviembre 2007

EL TRABAJO NO ES BUENO

Sábado por la noche, salgo del trabajo/prácticas más tarde de lo debido. Estoy enfermillo con mucha tos y hace mucho frío. Con el gorro, los guantes y la bufanda casi no veo ni por donde voy, pero sí que veo que el metro no llega y sigue haciendo mucho frío.
Me viene un ataque de tos en la parada. Casi me ahogo, pero al cabo de unos minutos se me pasa. Menos mal que me he comprado un jarabe en la farmacia y espero que con eso se me acabe por curar.

Creo que llega el metro, creo, porque entre el gorro, la bufanda, el pañuelo de los mocos y que me lloran los ojos del esfuerzo de la tos, sigo sin ver nada. Pero es el metro porque suena una campana (sí, parece raro, pero este nuevo metro suena como si dieran las dos de la tarde. Y no, yo tampoco lo entiendo). Me subo al metro, pico el abono y me apoyo en una barandilla. Si ella se cae, yo caigo detrás, pero creo que ni me importa.

Llegamos a mi destino. Bajo del metro y me meto en otro porque para llegar a mi casa (20 minutos si fuera todo seguido) he de coger tres metros distinto. Menos mal que este llega pronto y sólo es una parada. Sigue haciendo mucho frío. Llego a mi siguiente estación, veo que mi tercer metro está a punto de irse y corro mientras me entra otro ataque de tos. Creo que el conductor del metro se apiada de mí porque abre de nuevo las puertas y entro. Me caigo en un asiento libre y saco el decimo quinto paquete de pañuelos del día. Y es cuando me doy cuenta de que yo llevaba una bolsa y YA NO LA LLEVO. No pasaría nada si... en la bolsa no llevara el jarabe que me acababa de comprar y con el que esperaba curarme la tos. Eso, y porque no me da la gana volver a pagar cinco euros. Intento recordar mis últimos movimientos y decido que me he debido de dejar la bolsa en el primer metro, pues no recuerdo haber entrado en el segundo con la bolsa. Bien, retrocedemos el camino a dos paradas de mi destino final. Genial.

Cojo el metro del otro andén, el metro de sólo una parada y llego al primer metro que he cogido. Pregunto si han encontrado una bolsa roja. Nadie sabe nada. Llega el metro, pregunto al conductor y tampoco le han dejado nada. Me permiten mirar por todo el metro, pero allí no hay ninguna bolsa roja. Los nervios y las lágrimas se asoman a mis ojos y a mis pulmones. La tos vuelve a atacar. Pienso durante un segundo si olvidarme de la bolsa y llegar a casa, casi son las once de la noche y mañana me espera otro día festivo trabajando.

Pero en el último momento mi estúpidez me empuja a volver a la parada en la que esperé al primer metro por si la hubiera dejado allí.

Vuelvo al lugar donde empezó esta historia, pero media hora más tarde y con más frío si cabe.

Miro en la parada y allí no hay rastro de ninguna bolsa.

Lo decido, me voy a casa (a buenas horas) y ya me compraré otro jarabe o se me curará sola la tos.

Hago otra vez toooodo el camino hasta mi casa. La gente que trabaja en las taquillas tiene que estar flipando conmigo.

Llego a casa, me derrumbo en la cama y casi sin darme tiempo a ponerme el pijama, me quedo dormido. Entiéndanlo, estoy cansado, con tos, creo que tengo fiebre y hace mucho frío.

Suena el despertador, me levanto como puedo, me ducho, me visto, desayuno unas magdalenas con chocolate que no me saben a nada (qué desperdicio) porque no huelo nada y me voy. El mismo camino, el mismo cansancio, el mismo frío. Paso por una farmacia, pero como llego tarde me aguanto la tos y sigo para delante.

Llego a mi lugar de trabajo hecho polvo, abro la puerta del zulo donde me tienen metido y SORPRESA: LA MALDITA BOLSA ROJA ESTÁ ENCIMA DE MI MESA. Y, obviamente, el jarabe está dentro.

Pienso en el tiempo que perdí ayer, el frío que pasé y la mala leche que se me puso.

Abro el jarabe y me tienta el bebérmelo entero. Pero un ataque de tos me lo impide. Con una cucharada bastará.


Nos leemos en el siguiente,

Elliot.

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