27 febrero 2007

Dos de autobús

Esto de viajar en autobús es una mina en cuanto a anécdotas.
Aquí van las dos últimas de mi último viaje.
La realidad siempre supera la ficción.
Breves, pero sin desperdicio.

"No me chilles que no te veo"

Llego a las estación quince minutos antes de la hora. Como ya me ha pasado alguna que otra vez (Véase: Tú a Londres y yo a...) me aseguro que ese es el autobús que debo coger. El autobusero no está, así que le pregunto a una señora:

Elliot:

- Oiga, ¿este es el autobús de las 17:45 para Madrid?

Señora:

- No, este es el de las seis menos cuarto.

"Atrapado por su pasado"

Es la hora, ya me he sentado y ya estoy escuchando mi querida emisora, la que sólo tiene dos discos. El autobús arranca y sale de la estación. Alguien grita de repente:

Alguien:

- Oiga, pare.

Nadie contesta. De nuevo:

Alguien:

- OIGA, PARE!.

Y todo el autobús:

- OIGA, PARE. OIGA, PARE. OIGA, PARE.

Hasta que el autobusero para, y dice:

- ¿Qué ocurre? ¿Falta alguien?

Alguien:

- No, yo sobro, que sólo he subido para despedirme de mi nieta y ahora casi me voy con ella...

Y alguien se baja.


Nos leemos en el siguiente,

Elliot.

PS: Próximamente: "Dos relatos, 10 currículum... 1 IDIOTA".
No se la pierdan!!!


17 febrero 2007

Qué vergüenza ajena

En serio, hago el ridículo como el que más, ya lo saben, pero es sin querer. Pero cuando casi te lo obligan a hacer...
Resulta que ir a pasear con Laura te crea esa sensación de que en cualquier momento vas a ser la diana de todas las miradas de toooooodas las personas que pasean a tu alrededor. Y claro, uno tiene un límite...

Vamos de paseo desde nuestra casa hasta el centro de la ciudad. Todo transcurre tranquilamente y como llegados a nuestro objetivo (la tienda de kikos, claro) todavía era pronto para volver, decidimos alargar el paseo hasta el parque del Retiro.

Cuando vamos a llegar al Congreso, Laura se cruza de acera. Y yo detrás, no es que sea un perrillo faldero, pero sería absurdo continuar la conversación que manteníamos uno en cada acera, a pleno pulmón y a voz en Grito (aunque estamos en Madrid...)
Así que vamos a la acera opuesta al Congreso, pero no contenta con eso veo cómo se pone a mi derecha y se tapa los ojos con la mano izquierda, me coge del hombro y me dice que la guíe.
No entiendo nada, pero siempre me han dicho que a los locos hay que seguirles la corriente, por si acaso. Así que le hago caso y seguimos calle abajo.

Después de unos momentillos se recupera y vuelve a ser normal (dentro de lo que cabe, que es Laura), pero, al cabo de unos metros más, se paraliza. Y yo sigo hablando con la pared...
Cuando me doy cuenta, Laura está blanca como el papel y con cara de susto (la normal, vaya)
Me empiezo a asustar hasta que llegamos, poco a poco, al centro de sus terrores: Las Meninas asomadas a los balcones en el Paseo del Prado.
Veo cómo Laura se tapa los ojos, se pega al escaparate y agacha la cabeza como un avestruz. En esas condiciones qué puede pasar, pues lo que pasó, que se pegó un tortazo tremendo contra un hombre que venía en dirección contraria.


No sé si volver a salir a pasear con Laura, si mi vergüenza tiene un límite, imagínense la ajena, que encima no es mía...

Bueno, os lo voy a contar. La razón de este comportamiento tan extraño es que...
¡¡¡¡¡¡A LAURA LE DAN MIEDO LAS ESTATUAS!!!!!!


Si es que sigo vivo mañana...

Nos leemos en el siguiente,

Elliot.

PS: Próximamente: "Dos relatos, 10 currículum... 1 IDIOTA"

09 febrero 2007

Tres meses

Tres meses, ese es el tiempo en que he estado criando a dos pilas alcalinas Energizer en el escritorio de mi habitación.

Es curioso lo que ocurre cuando tienes que ir a tirar pilas al contenedor. En mi caso pasó que al principio no sabía dónde había uno de esos contenedores y, claro, no vas a llevarlas en el bolsillo por si ves uno de esos cuando sales a comprar.

Pero es que lo mío es demasiado. Cada vez que iba a comprar me preguntaba si en el supermercado había una caja para dejar las pilas. Pero en el momento en que ponía un pie en el establecimiento, se me olvidaba. Así que llegaba a casa con las bolsas de la compra, veía las pilas encima del escritorio y pensaba, “tengo que comprobar si en el supermercado hay algo para dejarlas”.

Intenté fijarme un día cuando iba despreocupadamente por la calle, como siempre. Pero me pasa igual que con los buzones, puedes ver cientos cuando no los necesitas y preguntarte dónde está correos más cercano cuando llevas con una carta en la mano durante una hora.
Otro de esos misterios callejeros son, sin duda, las cabinas telefónicas. Ya sé que ahora todo el mundo lleva móvil, pero cuando no tienes saldo o cuando vas a llamar a un fijo, yo prefiero gastar cincuenta céntimos y hablar más rato. Pero ahí está otra vez la maldición. ¿Necesitas una cabina? Pues ya puedes dar tres vueltas al barrio que no la encontrarás. ¿Que hoy no tienes que llamar? Ahí está, la cabina. Y tratas de registrarla en la memoria para cuando la necesites. Pero te da igual, el día que la necesites no estará.

Creo que es una confabulación de telefónica para que gastes móvil, de correos para que te gastes el sello inútilmente porque verás al destinatario antes que un buzón y de los recogedores de pilas para que utilices la corriente. Por eso se dedican a cambiar las cabinas, los buzones y los contenedores a su antojo, como las setas, salen y desaparecen.

Pero mi odisea no termina ahí. Por fín encontré un contenedor para dejar las pilas (tengo delito porque he pasado durante todo el cuatrimestre por delante sin darme cuenta ¿setas? Sí, las alucinógenas que me tomaba).
Pero de nuevo la confabulación, pues siempre que me acordaba de las pilas era cuando estaba pasando por delante del contenedor, pero ¿dónde estaban las pilas? En el escritorio, por supuesto.
Y cuando estaba en mi habitación y las veía, me acordaba de que tenía que tirarlas. Salía la calle y veía el contenedor, pero las pilas seguían en la habitación.

Pero un día se me ocurrió llevar las pilas en el bolsillo (no comment) y me fui a dar una vuelta. Pasé por delante del contenedor Y NO DEJÉ LAS PILAS. Tuvo que ser a la vuelta, tres horas más tarde, cuando noté algo raro en el bolsillo de mi pantalón, algo que pesaba. Palpé y ahí estaban. ¿Pero no las había tirado ya? PUES NO, SEGUÍAN ALLÍ. Me enfadé y las saqué del bolsillo, las llevé en la mano durante un cuarto de hora y fui expresamente hasta el contenedor cuando ya estaba casi en casa.

Las eché y pocas veces he sentido cómo se me quitaba un peso de encima como en esa ocasión.

Total, sólo habían pasado tres meses desde que las quitara del mando a distancia. Creo que han dejado descendencia en mi escritorio...

Nos leemos en el siguiente,

Elliot.