26 abril 2007

Empezando con buen pie... o culo

10:30 am.
Una sala llena de gente. Algunos leen, otros miran al infinito, otros cuidan de algún bebé, dos o tres hablan por teléfono, pero todos, absolutamente todos, están mortalmente aburridos. Llevan esperando que les atiendan entre cinco minutos y dos horas.
Bienvenidos a una oficina del INEM.

Yo entro a las 10:33 am. Observo a mi alrededor y sólo veo gente y unas mesas donde una persona habla con otra persona sobre cosas que no entiendo mucho.
Así que ahí me encontraba yo, en medio de algo completamente desconocido para mi, por lo que me costó acostumbrarme a ese nuevo escenario que nunca había pisado.

Y lo que todavía entiendo menos es que tengo que coger algún tipo de ticket porque esto, como la carnecería, va por número. (¿Me pone cuarto y mitad de camionero? No mire, eso en la mesa B131, aquí sólo le podemos ofrecer un kilo de administrativo en una gran empresa envasado al vacío. Ay, sí, perdone y gracias)
Pregunté qué ticket debía coger. Cogí el número 54 e iban por el 13…

Como parecía que la cosa iba para largo, opté por realizar el siguiente recado que tenía en la agenda: Apuntarme a inglés en la Escuela de Idiomas, así que allá que me fui.
Estaba también cerca de mi casa, no tarde en ir, coger la inscripción, preguntar dudas y volver a la oficina de empleo.
Cuando llegué sólo habían pasado tres personas, pero traté de mimetizarme con el entorno, así que me cogí un periódico de esos gratuitos, Metro, ADN, DNI, o algo de eso y me puse a leerlo. Y como no había asientos libres me apoyé en una pared, pero pronto me di cuenta de mi error.

Como llevaba la mochila no me percaté de que había una palanca en el trozo de pared en la que me había apoyado. Debí de activarla de algún modo, porque de repente la pared se abrió (así sin más, ni ábrete sésamo ni nada) y consecuentemente yo caí literalmente de culo al otro lado de la pared.

¿Saben esas tortugas enanas que algún amigo tenía siempre en una de esas peceras-isla de plástico con palmerita y todo? Pues más bien parecía una de ellas cuando las poníamos boca arriba… (o cáscara abajo…)

Al darme cuenta de que no me había apoyado en la pared sino en una puerta (esta sí que estaba mimetizada con la pared) de emergencia con esas barras que empujas y se abren, me entró un ataque contagioso de risa, aunque no sé si empecé yo o empezaron a reírse las 80 personas que seguían aburridas sentadas esperando su turno.
Con tanta gente riéndose de mi, sentí algo parecido al ridículo, por lo que salí corriendo y acabé apuntándome a alemán.

Nos leemos en el siguiente,

Elliot.

PS: Al final logré apuntarme, bajo la atenta (y divertida) mirada de los que estaban detrás de mi en la cola…


17 abril 2007

Estucado y gotelé

Me encanta lavarme los dientes. es una sensación tan agradable...
Tras tres años con aparato me acostumbré a lavarme los dientes cada vez que comía algo: desayuno - dientes, comida - dientes, una galleta - dientes, un chicle - brackets fuera.

Las minúsculas partículas de comida se te quedaban enganchados por toda la boca como si de garrapatas se tratara...

Por eso ahora, el momento de terminar de comer y meterme en el baño para cepillarme los dientes es todo un placer. Cojo el cepillo, le quito el capuchón, lo mojo, abro la pasta dentífrica, vierto una pequeña cantidad sobre el cepillo y... ¡Chiqui, chiqui, chiqui, chiqui, chiqui!

Arriba y abajo con el cepillo por todos mis queridos, pequeños y enfermillos dientes.

Pueden pasar segundos o minutos, pero me resulta tan agradable... (salvo cuando me confundo y vierto jabón de manos en vez de pasta como en "Blanco perfecto")

Pero ayer, lo de ayer, no me había pasado nunca.

Termino de cenar, recojo el plato y como la publicidad en la tele te da para tantas cosas, aproveché y me metí al baño para lavarme los dientes.

Como un cirujano preparé el material: cepillo de dientes, pasta y el aparato para después.

Y empieza el ritual: saco el capuchón del cepillo, lo pongo bajo el grifo para que esté húmedo, abro el bote de la pasta de dientes, vierto un poco sobre el cepillo y empieza la limpieza. ¡Chiqui, chiqui, chiqui, chiqui, chiqui!

Y en el mismo momento en que llego al clímax de la situación; es decir, cuando se ha creado tanta espuma que parezco un perro con la rabia, sucede lo inesperado...

Ah, ah, ah, ah, ah, ah, ah, ah, ah.......... ATCHIIIIIIIIIIIIIIIIIIS!!!!!!!!!!!!

Ocurrió ayer y hoy todavía estoy limpiando el baño.


Nos leemos en el siguiente,


Elliot.

13 abril 2007

Chucho o muete

Me meto al ascensor con las bolsas de la compra y justo en el momento en que las puertas se van a cerrar... ZAS, se cuela la vecina del décimo, un piso por encima de mi. Pero no viene sola, no, viene con un ser mitad rata mitad gremlin y que además ladra.
Por un momento creo oir alucinaciones porque sólo le oigo ladrar, pero no lo veo. Creo que tengo bolis más grandes que ese..., eso..., esa... cosa.
Bueno, pero por lo menos va atado con correa.

33 segundos, 9 pisos, 166 escaleras hablando del tiempo, de qué cara se ha puesto la vida con el euro, de que este ascensor es muy oscuro y un montón de estupideces más, mientras el maldito chucho no para de dar vueltas por mis pies.
Reconozco que alguna patada mía se ha llevado cuando la dueña estaba mirando hacia otro lado.
Que la señora miraba hacia el techo para indicarme que se ha fundido una bombilla, ahí estaba mi pie apartando con un leve empujón a la rata esa. Leve, porque si es una patadita normal, con lo que abulta el chucho creo que lo hubiera empotrado y se hubiera quedado de gotelé en el ascensor.

Pero por fín llegamos a mi planta. Salgo del ascensor (adiós, adiós, adiós) y saco las llaves del bolsillo para abrir la puerta.
De pronto, un grito me hace soltar las llaves:

Grito:
- MI PERRO!!!!!!! SUELTA A MI PERRO!!!!!!!!

Me extraño y me doy la vuelta, y a mis pies veo una cosa marrón que olisquea mis bolsas: EL CHUCHO.
Pero le ocurre algo raro, se va yendo hacia atrás, hacia atrás, a pesar de que el animalillo intenta, desesperadamente, agarrarse al suelo.
Entonces me doy cuenta: el chucho está en mi rellano, el noveno, pero la vecina ya está subiendo hacia su rellano, el décimo, así que el perro tiene de tiempo lo que dure la correa para no morir ahorcado con las puertas del ascensor.

Todo ocurre en un par de segundos: la vecina me grita, yo avanzo hacia el perro que sigue yéndose hacia atrás, intento quitarle la correa, pero nunca he tenido un perro así que no sé cómo hacerlo.
El chucho se acerca peligrosamente al ascensor, la vecina sigue gritando desesperada y yo sigo sin encontrar el mecanismo que suelte la correa.
Por fin, cuando el chucho ya empieza a subir por el resquicio de la puerta, corto la correa y el perro, soltando un gritito ahogado (y nunca mejor dicho) cae a mi rellano sin la soga que iba a matarlo.
A todo esto, la vecina ya ha salido del ascensor y ha bajado las escaleras corriendo y con lágrimas en los ojos. Coge a su mascotilla y empieza a abrazarle.
Ante semejante cuadro, cojo mis bolsas, abro la puerta de mi casa, le digo adiós y cierro la puerta, mientras la señora sigue besuqueando a su ratilla, digo, perrillo. Ya he hecho la buena acción del mes o incluso del año, porque salvar a semejante... bicho, me va dar el cielo. Pero hasta ahí podíamos llegar.

Han sido unos instantes de auténtica tensión (riánse del amigo Hitchcock), pero lo que es ahora, días después, es que no consigo entrar en ese ascensor sin acordarme con una gran carcajada de lo que podría haber pasado: un chucho subiendo un piso, por fuera del ascensor!!!



Nos leemos en el siguiente,

Elliot.