11 julio 2008

Como un pato bailando claqué (y no cuenta Alfred J Kwack)

Me encantan los mercadillos.
Son tan auténticos.
Los tenderos gritan y hay una competencia brutal a la hora de hablar más alto.
Con sus "Ven aquí, María, que tengo los HugoBox a un euro, María".
Yo al principio pensaba que todas las señoras (y señores) de este país se llamaban María.
Además, me fascina que haya también puestos de verduras y frutas.
Son geniales.

Así que cuando no tengo nada mejor que hacer voy a uno de ellos.

Como el domingo pasado.
Laura se había ido al parque, pero a mi no me apetecía, así que había visto que ponían toldos y había mucha gente en una plaza por la que suelo pasar, por lo que me fui hacia allí.

Tardé unos tres segundos en descubrir que eso NO era un mercadillo.
No había puestos.
No había gritos.
No había Marías por doquier.
No había señoras con rulos.
No había hombres con las manos en los bolsillos.

NO.
Sí había mucha gente, pero que no hablaba español, ni siquiera madrileño.
Sí había muchas bolsas, gigantescas.
Sí había toldos, que salían de un montón de furgonetas.
Sí había señoras, pero no con rulos sino con comidas y bebidas raras que no había visto en mi vida.
Sí había señores, pero no con las manos en los bolsillos, sino cambiando paquetes gigantescos de todo tipo: cafeteras, televisores, ventiladores...
Y todos se parecían mucho entre sí. Hablaban (yo no entendía nada, pero supuse que ellos sí se entendían), comían, bebían, bailaban...
Sí había muchas banderas de tres colores: azules, rojas y amarillas.

Vale, era una concentración de rumanos y si ha habido alguna ocasión en la que me he sentido de otro planeta, ésta ha sido de las más grandes.

Tendré que investigar un poco más mis sitios de ocio...

Nos leemos en el siguiente,
Elliot.

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