13 abril 2010

Lentillas de cristal

Volvemos a la normalidad, es decir, este ya vuelve a ser mi propio diario, así que no necesito ya la autorización de Laura para contar las cosas que me pasan o que le pasan, o que me pasan con ella o que nos pasan a los dos a la vez.
En este caso, íbamos los dos juntos, pero le pasó a ella, que es la que lleva gafas. Yo soy miope, pero todavía no me he decidido si quiero ser un gafapasta o parecerme más a mi primo Harry.

Salimos de clase y nos dirigimos a comer a la cafetería. Quien dice comer, dice comprarnos una palmera de chocolate gigante que es lo único que merece la pena de toda la Universidad.
Resulta que no sé en qué momento cambiaron las puertas ultrapesadas de entrada por las mismas puertas, pero que se abren automáticamente.
Automáticamente, cuando quieren y a la velocidad que ellas quieren.
Allí que nos vamos y, como buen despistado, cedo el paso a Laura. A dos centímetros de las puertas éstas siguen sin abrirse y en el momento que Laura ya apoya su mano en el abridor, éstas se abren.
Con todo el peso que su forja de plomo (por lo menos) puede ejercer, las puertas automáticas impactan contra la cara de Laura que, gracias a sus gafas, consigue evitar el chichón en la cabeza, pero no evita que las susodichas gafas se queden más incrustadas en su cara de lo normal. No se rompen, pero poco más y Laura inventa las lentillas de cristal, con todas sus consecuencias.
Aún lleva la marca de las gafas en la nariz, lo que le recuerda (y a mi con ella), que es más seguro utilizar las otras puertas que NO son automáticas y aunque pesen quince kilos, seguro que no nos inmortalizan dejando nuestro rostro en el duro acero o en el frío cristal. Porque conociéndonos, seguro que nos rompemos la nariz antes de hacerle daño al vidrio...

Nos leemos en el siguiente,

Elliot.

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