17 septiembre 2008

Lo que decía: gafas

Martes por la noche.
Me voy después del trabajo a dar una vuelta por el centro.
Como se está haciendo tarde y mañana seguro que Laura quiere madrugar, opto por coger el tren que me deja más cerca de casa.
Sólo son dos paradas, así que en 20 minutos estaré cenando en casa.


Pasa una parada y llega la otra (sí, estas cosas también pasan en mi mundo, después de una cosa, otra)

Me levanto para salir y llego a la puerta.

Pulso el botón de "Abrir" pero la puerta no me responde.

Me acuerdo de un pequeño cuento de terror de Laura y me da por reir.
Pero la risa se me va en cuanto oigo el pitido de cerrarse las puertas.

Yo aún estoy dentro y debería estar ya fuera.

Hay algo que no cuadra.

Se acaban los pitidos y oigo que la puerta del otro vagón se cierra.
Sí, pero la mía no se ha abierto.

El tren arranca de nuevo.

Conmigo dentro!!!!

Me acuerdo de toda la familia de los del tren mientras, resignado, empiezo a caminar hacia un asiento cercano a esperar la siguiente parada (después de una, otra y después, otra más. Fácil), bajarme (si puedo) y coger el tren de vuelta. La cena se va a convertir en desayuno.

Pero en el trayecto entre la puerta y el asiento me doy cuenta de por qué sigo todavía en el tren.

Estaba intentando abrir la puerta que da a las vías y NO la puerta que da al andén.

La vergüenza se apodera de mi, again.

Menos mal que no había nadie.

Menos mal que no se ha abierto la puerta.

O ahora estaríamos hablando de una posible defunción y no de (sólo) una tontería más.

Nos leemos en el siguiente,

Elliot.

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