07 septiembre 2010

Llegar tarde... para nada

Día de examen. Me levanto con tiempo suficiente para prepararme un buffé libre, pero no sé cómo lo hago, nada más terminar la primera parte de mi desayuno, mi reloj ya me grita que me tengo que ir pitando. Día de examen. Hoy sí que no puedo llegar tarde.
Como una bala cruzo la calle y llego al metro. Justo cuando piso el último escalón, las puertas se me cierran en las narices. Damn it!
Llega el siguiente cuatro minutos más tarde. Cierro yo mismo las puertas para que salga antes, pero el tipo se lo toma con calma. Yo no quiero mirar el reloj, por si acaso le da por ponerse a correr como yo.
Llego a mi segundo metro, vuelo, choco, me insultan, me da igual, las puertas se cierran conmigo fuera. Otra vez. Me empiezo a desesperar y como la vida tiene estas cosas, no soy yo quien mira el reloj, pero el de al lado lo mira por mi. Y encima me lo dice. Será...

Llega el siguiente metro. No pruebo lo de cerrar las puertas porque creo que este vagón es primo hermano del anterior y seguro que ya se han chivado que un loco anda suelto por ahí y que no hay que hacerle mucho caso.
Ya miro el reloj y me entra un sudor frío que me recorre todo el cuerpo. Me da igual no repasar, ahora la cuestión es llegar.

Salto del vagón en cuanto se abren las puertas. Voy a la taquilla, meto las monedas más rápido de lo que la máquina me permite. Saca el billete con una lentitud que parece que la tinta la han traído de Suiza. Cojo el billete, lo paso en la máquina y me voy al andén. Oigo que hay un tren esperando (esperándome?), así que bajo las escaleras de tres en tres y de pronto...
ZAS. un manotazo me para la carrera. Una señora entusiasmada con su fin de semana le cuenta a su amiga que se ha comido un buey asííííííííí de grande. Tanto como sus brazos pueden abrirse.
Su mano impacta en mi cara, pero me da igual. Tengo que llegar al tren. La señora no me deja pasar porque ocupa toda la escalera (y dos si hubiera).
Salto sobre su pierna y bajo su brazo. Salto las cuatro escaleras que me quedan y el tren pita.
Llego a la puerta cuando el tren me hace un corte de mangas y se despide de mí con un bufido.
Está claro, no llego al examen.

Miro el reloj. Faltan 35 minutos. Puede que si el siguiente tren llega pronto...
Miro el cartel. Veo que faltan 4 minutos. Hago cálculos. Creo que sí, si el tren no se para entre la primera y la segunda parada, como suele hacer siempre.
Entonces me doy cuenta.
Sí, faltan cuatro minutos para el siguiente tren. Pero, el siguiente tren... VA A ARANJUEZ!!!!!
Y entonces mis piernas empiezan a fallar. Pienso en un camino alternativo, pero no me atrevo porque más vale saber que llego tarde unos minutos que no saber cuánto puedo llegar de retraso con otros medios.
Recorro cien veces el andén. No puedo parar o mis piernas me dejarán caer al suelo. La gente se marea viéndome pasar. Lo siento, no lo puedo evitar. Estoy a punto de vomitar, así que supongo que prefieren que pasee a que vomite el desayuno.

Se va el tren y el siguiente llegará en cinco minutos. Hago cuentas. Llegar tarde, llego tarde, pero más o menos podría llegar con diez minutos de retraso como máximo.
Recuerdo que estamos en España, así que puede que no pase nada. Aún así, los sudores me empapan la camiseta y el desayuno está revoloteando por mi estómago.
Llega el tren, me monto y no puedo ni sacar los apuntes para repasar.
Y el tren, para más inri-ga (dolor de barriga) va le e e e e e e e e n t o, l e e e e e e e e n t o.
Cierro los ojos y me dejo llevar. No puedo hacer más.

Vuelvo a abrir los ojos y me veo ya en mi parada.
Salto del tren, paso entre la multitud y vuelo hacia la clase.
Llego con la lengua todavía en Atocha, pero llego a y cinco.
Reconozco a gente de clase que está en el pasillo, la puerta del aula abierta. Está claro que no ha empezado el examen.
Me relajo y no solo me da tiempo a repasar, sino a hablar con mis compañeros sobre las vacaciones de verano.

Pasa el tiempo y vuelve a pasar y el profesor que aparece para decirnos que nos cambiamos de aula. Son las nueve y media.
Llegamos al aula, que consiste en una sala de conferencias con butacas muy cómodas, pero con esos ridículos brazos articulados que suelen llamar mesas. En fin, y luego encima tengo que hacer buena letra y marcar las tildes y los puntos.
Entre los nervios de llegar tarde, la carrera, el sueño que acumulo (esto de madrugar es malísimo), la espera del comienzo del examen y la mini-mesa... ¿buena letra?... ya.

Que conste, que yo lo he intentado, pero las circunstancias adversas eran demasiadas para un simple Elliot.
Prometo contar el resultado.


Nos leemos en el siguiente,
Elliot.

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